viernes, 6 de agosto de 2010

IV

Después del juicio en el que terminamos desconociéndonos por tanta violencia (nuestros abogados hablaban por nosotros, sobre nosotros, y nos destruyen), en el sueño, tocás el timbre de mi casa y salimos a pasear. Vamos por alguna calle en un día soleado y me contás que descubriste cuáles son las cinco canciones más lindas de todos los tiempos. Me decís “Escuchá, ahí tenés una”, y me señalás a una nena que tararea una canción infantil mientras juega a la rayuela. Los casilleros del juego están pintados, sobre el empedrado, con colores pasteles: rosado, celeste, amarillo. La nena, mientras canta, se desliza como haciendo pasos de danza, con un vestido con breteles. Cuando miro hacia un costado veo a una mujer negra, muy grande, amamantar a un nene blanco, de unos cinco años. También canta, y el sol le brilla por todo el cuerpo. “Esa es la segunda”, murmurás. Yo te cuento que hace poco soñé que estaba en ese mismo lugar, de noche, y entraba por un boquete que ahora no se ve, que parece que sólo se abre de noche. Atravesando el boquete, después de varios minutos a oscuras, soñé –te cuento en el sueño- que aparecía en una ciudad techada, sin calles, vacía, con unas pocas luces temblorosas.
Es como si volviéramos a construirnos, pienso, en el sueño, después de la destrucción de los otros.
Lo último que me acuerdo, antes de despertar, es que te decía que, para mí, vos eras como un tajo en la piel oscura de un caballo.

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