lunes, 6 de diciembre de 2010

XI

Estoy esperando con los chicos para entrar al desayuno que los padres les prepararon. Cada año el colegio prepara esa sorpresa a los egresados: desayuno en familia, fotos, videos, palabras emotivas. Estoy esperando con los chicos, mirándolos un poco desde la distancia, pero desde la distancia de la memoria. Leo en sus caras las expresiones de mis viejos compañeros de secundaria, leo alguna sonrisa triste, leo esos más que imperceptibles silencios en los que preguntarán, seguramente, “y ahora qué pasa”, leo cierta ansiedad aplastada por la luz de la mañana encapotada, en la que tratan de encontrarse a sí mismos fuera del aula pero con uniforme, comenzando a despellejar las incertidumbres, viéndole la carne a una realidad que parecería recién comenzar. Los miro desde mi memoria un tanto gastada y recuerdo mi uniforme, las caras jóvenes de mis ya adultos y lejanos amigos. Veo, punzándome el estómago, la sonrisa de una amiga y compañera que ya no está. Mientras los miro desde ese tiempo pasado, una voz me llama: “¿Qué hacés locoooo?”, me dice. Lo veo entonces a Juan Pablo, el más chiquito de la clase, de MI clase, de MI secundaria, que siempre me escondía las gomas Fabercastell. Juan Pablo de Longchamps, el que siempre tiraba los mejores chistes, el rápido, al que veo, de vez en cuando, cuando pinta el ánimo retrospectivo, llorando en las fotos de la última noche de Bariloche, allá por 1995. Juan Pablo, el más chiquito de la clase, ahora me lleva más de una cabeza, está canoso y con una barba que ninguno de nosotros podría haber imaginado en él. Se lo presento a mis alumnos y les digo que, justamente, él era compañero mío de secundaria. Juanpi no puede creer que sea profesor, y se lo tengo que repetir varias veces. Me dice que seguramente voy a educar a su hija, que estudia en el colegio en que enseño. Luego de compartir formalidades cada uno vuelve a su trabajo, despidiéndonos con un abrazo fuerte y sincero, entendiendo que la vida se encargará de cruzarnos nuevamente.
Una vez en el desayuno los chicos me piden que hable, y no puedo dejar de contar esa casualidad, ese encuentro que reforzó el ejercicio de memoria que venía haciendo. Les digo entonces que ciertas cosas son para siempre, que se nos quedan eternizadas en la memoria y que son, en definitiva, las piezas que arman el rompecabezas de la vida. O algo así. Pienso, pero no lo digo, que este momento ya se está imprimiendo en sus memorias, y que estas caras que están viendo envejecerán pero nunca podrán sobreimprimirse a lo que hoy ven; tienen demasiada fuerza. Porque Juan Pablo es más alto que yo, hoy, tiene el pelo blanco y una hija, pero todo eso nunca podrá contrastar a aquel pibito sentado detrás mío, que nunca se cansaba de esconderme la Fabercastell.

lunes, 8 de noviembre de 2010

X

Se llama Inti y tiene dos años, es así chiquito, con una remera de Bob Marley. Estaba en aquella carpa y desapareció de repente. Estoy desesperada. Si lo ven avísenme. Le pido entonces que me acompañe al escenario para que avisen por parlante, pero hay tanta gente y ella está tan desesperada que le digo que lo busque por su cuenta, que yo aviso, que nos encontramos en la misma carpa en la que Inti desapareció. Ella tiene la mirada desencajada, le tiembla el cuerpo, como si no pudiera entender muy bien qué es lo que está pasando. La veo alejarse gritando Inti dónde estás, mientras se bambolea en la marea de gente que pareciera haber devorado a su hijo. Trato de imaginarme a Inti, fijando la mirada de su mamá, pensando si la remera de Bob Marley será blanca, roja, negra o qué sé yo. Empujando llego al escenario y paso el parte. Me dicen que ya lo dirán, porque un gordito habla de que los osos son peludos, gordos y lindos. Tengo que contener las ganas de gritarles que hay un nene perdido, carajo, de dos años, y que la madre me habló a los ojos y me agarró del brazo temblando y entendí un poco la desesperación. Pero sigo y cambio el rumbo, bordeando las fuentes a la derecha de Casa Rosada. Trastabillo un poco y empujo. Una chica masculla una puteada. Llego a la última fuente y veo a un nene así de chiquito, mojado, con una remera verde de Bob Marley, que habla solo, sentado en el borde. Tengo un microsegundo de duda, pensando que podría ocasionar otra pérdida. Me le acerco y le digo ¿Vos sos Inti? Me mira, se ríe y sigue hablando solo. Vení para acá, le digo, que tu mamá te está buscando. Y lo alzo a upa tratando de evitar el temblequeo en los brazos. Algo hablamos en el trayecto, pero ya no me acuerdo.
Cuando llego a la carpa la madre grita y no entiendo mucho. Le paso a Inti de brazo en brazo y ella parece desarmarse. Él se ríe y sigue hablando solo.
.

domingo, 7 de noviembre de 2010

IX

Pasa que de repente se vino el verano, y los anteriores también. Pasa que de repente me encuentro en la casa en la que viví hasta el año pasado. Y pasa que me vengo de mis viejos a pasar la noche y me siento al patio, en la reposera, por la noche, a ver como juega Chicha con una pelota desinflada.
Lo que pasa es que en este preludio de verano comienza una trasmutación que molesta –por lo menos al principio- hasta que el cuerpo se acostumbra y la cabeza se ubica. Es como un volver a sentir el cuerpo del verano pasado y la cabeza no entendiera mucho. ¿Cómo puede ser que sea verano y no esté tirado en el viejo sillón de Lomas tomando mate y mirando por la ventana? ¿Cómo es que ya no puedo subir a la terraza a mirar las luces de la plaza? ¿En dónde está la gente del pasado verano?
Volver, casualmente, hoy, la primera noche veraniega, al departamento del año pasado, me caga la vida. O no la vida, pero sí que no me ayuda a poner las cosas en su lugar. En el medio de un sanguchito me atraganto, y me voy a mi vieja cocina. Como un acto reflejo me comunico con los que se fueron y con los que cenaba en esa cocina el verano pasado -u otros veranos, pero en el mismo lugar-, como para que me tiren un ancla y me ordenen los tiempos. Tengo que ubicarme temporalmente, porque los espacios me confunden. Siento como si necesitara meterme en una nueva caja con este cuerpo y estas sensaciones que se repiten.
El patio de la casa de mis viejos es muy silencioso, y la única que vive es Chicha, que va y viene por la oscuridad con la pelota. Desde el verano pasado que no compartía una noche en la reposera con ella, espantándola para que no me coma los puchos. Chicha se para y huele el viento, durante segundos, y se va comer sus trocitos. Mientras, yo intento ver más allá, como si quisiera arrancarle a cada situación un último significado. Arreglátelas con el tiempo –el meteorológico- me digo, y bancátela como hace Chicha, que no tiene miedo de ir y venir por la oscuridad, olisqueando lo que trae el viento, sin ansiedad, sin desesperación, sin melancolías, escudriñando siempre sólo lo que existe –el limonero que se tuerce con el vientito, algún que otro ladrido que nos llega desde no sabemos dónde.

Aparecieron los mosquitos. Me voy a dormir.

martes, 31 de agosto de 2010

VIII

La imagen VIII es la del poeta que grita “¡Callate, enfermo!”. Está frente al micrófono, de pie, en cueros, exigiendo atención a un borracho que todavía no entiende bien en dónde está. Lee, desmesurado, el poeta, sobre antenas, lagartos, radios y chinches, hasta que con un golpe exageradamente teatral golpea el micrófono con su escualidez y lo tira. Luego pasa una chica al escenario, apesadumbrada, que recoge el micrófono y lee su poesía, lenta y casi silenciosa sobre pijas y flores. Uno a uno van pasando los veintitrés poetas, y uno a uno el público comienza a abandonar el sótano cada vez más lúgubre, cada vez más alcohólico. Ioshua –nueva estreshita de la putopoesía- comienza el recitado diciendo que nadie tiene nada para decir, que la gran falacia del poeta es la de pensarse como voz de su tiempo, porque la poesía no es más que una gran paja mental que de nada sirve. En fin. Después repite pija y merca unas diecisiete veces y se despide con un gran aplauso. Una chica dice que va a leer parte de su diario íntimo y tiembla –yo también- y de repente se enteran todos los borrachos de que es bulímica. Pero a nadie le importa y la despiden chasqueando los dedos, algunos golpeando apenas una mesa. Siguen pasando los poetas y uno lee sobre un hiphopero de la línea D que escuché alguna vez, y me gusta. Otro improvisa, se para sobre una mesa, grita, me mira y se ríe. Es el poeta que se ríe de todos los poetas. Me gusta. Cuando quedamos unas diez personas se acerca otro al micrófono –ya nadie quiere escuchar más- y canta, se calla, habla con su abuelo y su perro muerto, se lamenta, cierra los ojos, mueve los brazos muy lento, nos dormimos y se va. Cómo me cuesta la poesía. O por lo menos presenciar el ritual vivo de la poesía, pensándolo mejor. El terror de leer esa última línea que tiene que llevar al aplauso, y a la que hay que cargar con una teatralidad gigante, como para que todos sepan que ya está, que el poema terminó. Me incomoda y me puteo por haber aceptado una vez más ir a un recital de poesía. Nunca sé en dónde aplaudir –porque los aplaudo a todos, en verdad. Pero se me pasa apenas salgo, me sonrío, no lo pasé tan mal, me digo, creo que me divertí.

Última de todos Heliana pide pasar al escenario. Agarra el micrófono y dice que no va a decir nada, que sólo subió a saludar, para quedar registrada en la grabación que están haciendo. Compro tres libritos que sé que no me van a gustar, y nos vamos.

domingo, 29 de agosto de 2010

VII

No hablo mucho de mi adolescencia. La pienso mucho, claro. Pero está ahí como encapsulada en mi cabeza, burbujeada. Tal vez no la escribo porque no quiero que se pinche y contamine algo, o se contamine con algo. Sin embargo quiero rescatar una imagen: es navidad y hace muchísimo calor. Yo estoy dentro de un armario, a oscuras, conteniendo la risa, aguantándome de estallar de felicidad. Mis amigos están afuera, filmando otra escena de un corto que vamos improvisando en el momento. Por lo que recuerdo yo soy el diablo –vestido de ama de casa, con una gorra de goma espuma, y mucha teta- que llegó a la casa de una mujer y su hija idiota para llevársela –a la hija- a sus dominios oscuros. El diablo llega con la excusa de hacer una encuesta, y cada vez que una respuesta insinúa pecado le guiña un ojo a la cámara. No sé por qué vericuetos argumentales nos habremos metido como para que termine en el armario, a oscuras, esperando salir.
No tengo idea de qué habrá sido de ese video. Javier travestido haciendo de madre castradora; Celeste de hija boba, condenada al infierno por un diablo con una planilla de encuestas; yo haciendo alguna salida espectacular del armario, para cobrarme los pecados.
Soy, en la oscuridad y el calor, quien intenta salir, ansioso, a cobrarse una mala educación.

viernes, 20 de agosto de 2010

VI

Una vez fuera de la lata de dulce de batata los sapos parecían momificados, los veíamos moverse apenas, como si de repente hubiesen sido envueltos  por un  manto fino de piedra. Seguían vivos, pero chamuscados. Pola había agarrado una botella de kerosén que estaba al lado de la parrilla y, mientras nuestros viejos pasaban la tarde en la playa, me propuso quemar sapos. Creo que mucho no le entendí, pero nos dedicamos a la cacería por los alrededores. Después mis manos eran como paletas, porque cada vez que los sapos saltaban del fuego nosotros los devolvíamos golpeándolos con las manos, como si fueran pelotitas. Los que lograron escapar de la hecatombe habían tomado un color amarronado y me acuerdo que me dieron la impresión de figuras de cerámica. Me detuve a observar uno, y me asustó ese leve movimiento, esa pequeña vida que les quedaba adentro, como si algo desde el interior peleara por salir, para pegar el salto, pero detenido por las duras cicatrices del fuego. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo, sólo recuerdo algunas imágenes.
Tampoco recuerdo qué habremos hecho con los cadáveres, porque de pronto nos veo haciendo bollos con papel de diario para continuar las llamas (mi gran debilidad, de chico, era imaginar la forma de arder de todas las cosas). Una de las tapas de diario publicaba la explosión del Challenger. Otra trampa de metal, chamuscando humanos.
Nos habremos aburrido y tal vez fuimos a la playa, o a hamacarnos en el árbol interno, que llenaba el patio de hojas violetas. Todo es probable. La imagen se fija sólo en ese sapo intentando escapar de la dureza de su cuerpo, haciéndome girar sobre mí mismo, pensando que siempre hay algo que quiere salirse. Hay muchos fuegos, pienso, mirando la foto del Challenger.

martes, 10 de agosto de 2010

V

Yo le explico que no pasa nada, que sólo se hacen los cancheros, que nadie la va a lastimar. Porque ella me había dicho que tenía miedo, Lucero, cuando le pregunté qué le pasaba que temblaba así. Miedo a mis compañeros, aclara, y me cuenta que en Perú no veía tanta violencia, y que llegó hace tres meses. "Estamos nosotros -le digo- para cuidarte". Entonces veo que se le pasa un poco el temblor en los hombros, y medio que me sonríe. A partir de ese día fue mi escolta durante todos los recreos, me seguía a paso firme hasta la sala de profesores y me esperaba en la puerta hasta que tocase el timbre. Ibamos en silencio todo el trayecto, hasta la vuelta al aula. Días antes de que dejara de venir al colegio se animó, Lucero, de trece años, juntando coraje, haciéndose fuerte, a darme la mano. Y así fuimos, en silencio, de la mano, del aula a sala de profesores, y de sala de profesores al aula.

viernes, 6 de agosto de 2010

IV

Después del juicio en el que terminamos desconociéndonos por tanta violencia (nuestros abogados hablaban por nosotros, sobre nosotros, y nos destruyen), en el sueño, tocás el timbre de mi casa y salimos a pasear. Vamos por alguna calle en un día soleado y me contás que descubriste cuáles son las cinco canciones más lindas de todos los tiempos. Me decís “Escuchá, ahí tenés una”, y me señalás a una nena que tararea una canción infantil mientras juega a la rayuela. Los casilleros del juego están pintados, sobre el empedrado, con colores pasteles: rosado, celeste, amarillo. La nena, mientras canta, se desliza como haciendo pasos de danza, con un vestido con breteles. Cuando miro hacia un costado veo a una mujer negra, muy grande, amamantar a un nene blanco, de unos cinco años. También canta, y el sol le brilla por todo el cuerpo. “Esa es la segunda”, murmurás. Yo te cuento que hace poco soñé que estaba en ese mismo lugar, de noche, y entraba por un boquete que ahora no se ve, que parece que sólo se abre de noche. Atravesando el boquete, después de varios minutos a oscuras, soñé –te cuento en el sueño- que aparecía en una ciudad techada, sin calles, vacía, con unas pocas luces temblorosas.
Es como si volviéramos a construirnos, pienso, en el sueño, después de la destrucción de los otros.
Lo último que me acuerdo, antes de despertar, es que te decía que, para mí, vos eras como un tajo en la piel oscura de un caballo.

miércoles, 4 de agosto de 2010

lunes, 2 de agosto de 2010

II

El domingo viene mi viejo a cenar.
Le pregunto si escuchó la conferencia de Cristina, sobre el aumento a jubilados. Y como me dice que no, lo ponemos y escuchamos juntos. Al final, a mí me temblequea la mandíbula y reprimo el lagrimón. Ya me lo había dicho él, hace unos tres años atrás, con una claridad y contundencia que me sonó exagerada en aquel momento: “Si no nos salva esta mina, no nos salva nadie”.
Minutos después vemos a Biolcati en la Sociedad Rural –y digo “vemos”, porque si lo llego a “escuchar” me pulverizaría el cerebro - y mi viejo se manda un “qué reverendo hijo de puta”, y a mí el pecho se me ensancha. Qué bueno que tu viejo piense como vos, me digo. Me pregunta cómo es que todavía no nos unimos todos para echarlos a patadas en el culo. Yo no le contesto, pero cómo me gustaría que vayamos juntos a cagarlos a patadas.
Nos sentamos a la mesa y me pregunta si fui al homenaje a Eva. Sí, le respondo –todavía tengo problemas para hablar con él de política, lo confieso. Y me dice, entre risitas “¿O sea que ya sos todo un peronista?” "Algo así", llego a contestarle. Si estuviera vivo tu abuelo, se espantaría, me responde, acordate que mi vieja se negó a que lleve la cinta negra cuando murió Evita, y casi me echan del colegio. Sonrío. Y me dice que, bueno, en realidad mi abuelo se oponía a todo. “Si hasta odiaba a Maradona”, concluye.

I

¡Sorpresa! ¡Consternación! El lunes de la semana en la que se votó en Senadores la ley de matrimonio igualitario, me encuentro, en la sala de profesores, una planilla de la Federación para juntar firmas a favor. "¿Quién la trajo hasta acá?", me pregunto. En mi cabeza congratulo a los directivos por semejante hazaña, es más, hasta quiero ir a felicitarlos personalmente. Meto el gancho y espero a que lleguen los demás profesores. Y llegan, todos, miran la planilla, inmutables, y van a buscar su café. Yo, mientras, los miro ansioso: "¡Este firma! Bu. No", "¡Este sí que firma! Bu. No". Y así hasta que termina el recreo.
Llego al aula de los alumnos más grandes y me pongo a leerles algo de Arlt. Un grupito me distrae, están enfrascados en un duelo verbal que me pica la curiosidad. Intuyo algo interesante. Me acerco, terminada la lectura, y pregunto. Resulta que están, claro, debatiendo la ley, intentando convencer a uno que no deja de plantar argumentos religiosos. Ismael -JOYA de alumno- me dice que no puede entender tanta resistencia; de hecho, me dice, dejó en sala de profesores una planilla para que firmen a favor -¡Pero claro! Puta madre, qué estúpido que soy, quiero gritar. Ismael las imprimió de internet y recorrió todo Lomas en busca de firmas. "Junté unas doscientas", dice un poco defraudado. Le digo que yo firmé la de sala de profesores, y él, ansioso, me pregunta cuántos más. Ninguno, le contesto. Bueno, me responde, hasta el miércoles seguro firmarán.
Pero llega el miércoles y en la planilla sólo aparecemos tres firmas: la laboratorista -21 años-, la otra profe de literatura -amiga mía, claro está-, y yo. Cuando se la alcanzo a Ismael, a la salida, no lo puede creer. "Qué decepción", me dice, realmente triste, "qué decepción". Yo intento decirle que lo importante es que él y sus compañeros tomen posición, compromiso. Que los demás, bueno, son viejas generaciones. A él no le convence -como a mí tampoco- lo que le digo, y nos vamos caminando para la estación.
A las pocas horas ya estoy en la plaza con mis compañeros, y mientras armamos una carpita lo veo a él, a Ismael, con un grupo de amigos. ¡Gran dilema! ¿me expongo o me hago el boludo? Ismael no merece un boludo, pienso, y me acerco a saludarlo.
Hablamos mucho, hasta que llega su novia Maia y saluda "al profe". No puedo dejar de sentir cierta gratitud por esos chicos, y no sé cómo retribuirlo.
Entonces voy a la carpa y agarro una revista de la agrupación. "Tomen -les digo- ahí hay una nota mía". Me miran con sorpresa, con la sorpresa del que descubre justo lo que quiere del otro, cierta intimidad. "Que quede entre nosotros -pido- sería un cataclismo que lo lean todos". Odio cada una de esas palabras, pero a la vez se crea un clima de complicidad que nos gusta.


Pasa una semana y en el aula un alumno me confiesa, frente a todo el curso, que al principio, cuando nos conocimos, pensaba que yo era puto, pero ahora ya no. "¿Y eso me hace mejor? -le respondo- porque lo decís como si hubiera ganado una batalla..."
Ismael, en el primer banco, me mira y se sonríe.
Le devuelvo la sonrisa, claro está, y tengo la sensación de que un círculo termina de cerrarse.