viernes, 20 de agosto de 2010

VI

Una vez fuera de la lata de dulce de batata los sapos parecían momificados, los veíamos moverse apenas, como si de repente hubiesen sido envueltos  por un  manto fino de piedra. Seguían vivos, pero chamuscados. Pola había agarrado una botella de kerosén que estaba al lado de la parrilla y, mientras nuestros viejos pasaban la tarde en la playa, me propuso quemar sapos. Creo que mucho no le entendí, pero nos dedicamos a la cacería por los alrededores. Después mis manos eran como paletas, porque cada vez que los sapos saltaban del fuego nosotros los devolvíamos golpeándolos con las manos, como si fueran pelotitas. Los que lograron escapar de la hecatombe habían tomado un color amarronado y me acuerdo que me dieron la impresión de figuras de cerámica. Me detuve a observar uno, y me asustó ese leve movimiento, esa pequeña vida que les quedaba adentro, como si algo desde el interior peleara por salir, para pegar el salto, pero detenido por las duras cicatrices del fuego. No sé cuánto tiempo estuve mirándolo, sólo recuerdo algunas imágenes.
Tampoco recuerdo qué habremos hecho con los cadáveres, porque de pronto nos veo haciendo bollos con papel de diario para continuar las llamas (mi gran debilidad, de chico, era imaginar la forma de arder de todas las cosas). Una de las tapas de diario publicaba la explosión del Challenger. Otra trampa de metal, chamuscando humanos.
Nos habremos aburrido y tal vez fuimos a la playa, o a hamacarnos en el árbol interno, que llenaba el patio de hojas violetas. Todo es probable. La imagen se fija sólo en ese sapo intentando escapar de la dureza de su cuerpo, haciéndome girar sobre mí mismo, pensando que siempre hay algo que quiere salirse. Hay muchos fuegos, pienso, mirando la foto del Challenger.

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